
En democracia, los debates de candidatos, constituyen un mecanismo ideal para que los ciudadanos podamos conocer a quienes postulan a ocupar dignidades importantes como las primeras magistraturas del país y la legislatura. La confrontación pública de ideas, tesis y argumentos, es un ejercicio sano y sobre todo ético. Someter sus planes de trabajo al escrutinio público, refleja el respeto del actor político hacia el ciudadano, cuyos resultados siempre son positivos.
Aquel que logra defender con solvencia sus propuestas, será premiado con el voto ciudadano y, por el contrario, quien no se presente sólido, el debate le permitirá hacer un ejercicio de autocrítica y mejoramiento de su propuesta política.
Los debates también son muy útiles porque gracias a ellos los votantes podemos medir la capacidad de los candidatos, y su comprensión y análisis de la situación nacional, así como su solidez al momento de plantear posibles soluciones a problemas complejos.
De igual forma poner a debatir a un candidato, ayuda a los ciudadanos a prever sus reacciones ante el disenso y su predisposición a llegar a acuerdos, a escuchar al otro y sobre todo a respetar al que piensa distinto: algo tan necesario si lo que queremos son demócratas en el poder.
En concordancia con estos criterios, el legislador incluyó en las pasadas reformas electorales del 2020, como obligatorios, los debates organizados por la autoridad electoral. Esta obligatoriedad obviamente no dejaba por fuera la posibilidad de que los candidatos debatan en otras arenas del espacio privado.
Si pensamos que nos encontramos en pandemia y que el contacto con los candidatos es bastante difícil, los debates se abren paso como una gran oportunidad para los ciudadanos de informarnos sobre los planes de trabajo. Entonces lo lógico es que los candidatos busquen la mayor cantidad de espacios para debatir; pero no es así. Con sorpresa nos enteramos de que aquellos que forman parte del grupo de los más opcionados rehúsan debatir por fuera del debate oficial. En buen romance entonces, sólo los veremos una vez y aquel que no los vio, salados.
Pretextos más, pretextos menos, lo cierto es que negarse a debatir es una mala señal y no habla precisamente de responsabilidad política y respeto con los votantes. El desdén hacia los espacios privados que los han invitado a sus debates, refleja una falta de compromiso con los ciudadanos porque lo que están haciendo, al final de cuentas, es quitarnos la oportunidad de escucharlos, independientemente de donde esté ubicada la silla donde se sentarán con ese propósito.
La mala práctica de no debatir, no es de ahora: fue inaugurada años atrás, posiblemente originada en el consejo de algún sabido asesor político que sabía que, en un debate, las debilidades políticas, técnicas y personales se hacen más evidentes. Por lo tanto, para aquellos que no acreditan solidez es preferible salir corriendo de esos espacios, porque saben que seguramente saldrán trasquilados.
La cosa es que, tendremos un solo debate, entonces, a los ecuatorianos nos tocará mirar con papel y lápiz para no olvidarnos lo que dicen los susodichos, porque no habrá otro chance. Está por verse si esta estrategia de negarse a debatir más de una vez será mal vista por los ecuatorianos, porque podría convertirse en un disparo al pie y, en tiempos en los que buscamos líderes honestos y responsables, esta decisión podría llevar al ciudadano a desconfiar del que no debate. (Ruth Hidalgo – 4 Pelagatos)