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La lógica del asesinato político a Villavicencio

Fernando Villavicencio fue víctima de un asesinato político; no cabe duda. Pero sospecho que su muerte es fruto de una conspiración mayor y no solo el cumplimiento de una sórdida amenaza.

Muchos buscarán individualizar la responsabilidad de sus perpetradores, pero temo que su muerte es el resultado de algo más siniestro. En este sentido, el asesinato de Villavicencio se parece más al de Luis Donaldo Colosio (México, 1994), que al de Luis Carlos Galán (Colombia, 1989).

Aquí propongo un análisis contextual para interpretar el asesinato político al candidato presidencial Fernando Villavicencio.

La activación del asesinato político es parte de la secuencia macabra que vive el país desde enero del 2018, cuando estalló el primer coche bomba en el cuartel policial de San Lorenzo, provincia de Esmeraldas. Desde entonces, la espiral ascendente de la violencia criminal no cesa: el año anterior, Ecuador alcanzó la mayor tasa de homicidios en su historia: 26,6. Y este año podría llegar a 40.

Por un lado, las redes de crimen organizado que han infiltrado el aparato estatal previenen que Villavicencio siga siendo el denunciante más recalcitrante de los vínculos político-criminales. Sus denuncias documentadas y presentadas ante la Fiscalía General del Estado apuntan a sectores de alta sensibilidad económica como la industria petrolera, el sector energético, la minería y el narcotráfico. También previenen que llegue a la Presidencia de la República y ponga en práctica su promesa de campaña: «acabar con las mafias».

Pero la muerte de Villavicencio también debe ser interpretada en la otra dirección. Su asesinato promueve la estrategia militarista de «guerra contra las drogas» que implementó el gobierno de Guillermo Lasso, con el auspicio de los Estados Unidos. Por tanto, las candidaturas que ofertan «mano dura» se fortalecen como nunca.

 En una región como América Latina, fatigada por el fracaso de la «guerra contra las drogas» que ha dejado una estela de muerte y grandes fortunas a la sombra del poder político de turno, la sensatez dictaba cambiar de estrategia. Y algo de esto estaba ocurriendo en esta corta campaña electoral. El debate público no estaba anclado exclusivamente en la inseguridad y la violencia, sino en la política económica del nuevo gobierno. Pero los recientes asesinatos políticos tienen un peso gravitacional insuperable a favor de la agenda securitista.

Sospecho que el asesinato político del alcalde de Manta (Manabí), el 25 de julio, y de Fernando Villavicencio en Quito (Pichincha), el 9 de agosto, tiene un claro trasfondo político-electoral. Guayas, Pichincha y Manabí, son las provincias más pobladas de Ecuador y salvo Guayas, las otras dos no habían experimentado un episodio de visibilización de la violencia criminal tan agudo.

Las innumerables evidencias de infiltración criminal en las instituciones de seguridad del Estado explican por qué continúan las masacres en las cárceles, y sospecho que también explican por qué Fernando Villavicencio fue asesinado con tanta facilidad, a pesar de la custodia policial.

La candidatura presidencial que triunfe cabalgará una sociedad aterrorizada y confundida. (LUIS CORDOVA – PLAN V)