Renovar una casa vieja no es tarea fácil. Cuando la humedad ha penetrado las paredes, los techos tienen goteras, los vidrios están rotos, la madera está llena de polillas, y el moho cubre las superficies, no basta con una mano de pintura. Se necesita un plan concreto, tiempo, conocimiento técnico y, sobre todo, paciencia. Antes de disfrutar de una casa nueva, hay que pasar por el proceso más difícil: el desmantelamiento.
No se puede construir sobre la podredumbre. Primero hay que limpiar, tratar la madera apolillada, quitar lo dañado, arrancar lo que ya no sirve. Este proceso es lento, incómodo y, muchas veces, desalentador. Pero es indispensable si se quiere edificar algo sólido y duradero.
Ecuador es esa casa vieja.
Después de años de abandono institucional, corrupción e improvisación, el país enfrenta una etapa de reconstrucción profunda. Extirpar lo que no sirve genera miedo, sobre todo cuando implica perder estructuras que, aunque defectuosas, parecían sostenernos.
El subsidio al diésel, por ejemplo, ha sido una de esas columnas apolilladas. Durante décadas sostuvo una parte de la economía nacional, pero también drenó recursos, enriqueció a contrabandistas, ayudó a la minería ilegal, y fomentó desigualdad. Reemplazarla no es un acto de crueldad, sino de realismo estructural. Ninguna casa se mantiene en pie sobre cimientos podridos.
En este proceso, el presidente Daniel Noboa se enfrenta al reto de reconstruir un país mientras lidia con el escepticismo ciudadano. Muchos exigen resultados inmediatos: escuelas, hospitales, seguridad, infraestructura, prosperidad. Pero la reconstrucción no ocurre de la noche a la mañana. En apenas dos años de gestión, el Ecuador no puede estar completamente renovado cuando todavía se están retirando las piezas dañadas de una estructura corroída por años de descuido, y leyes que sostienen a organizaciones delictivas.
La impaciencia ciudadana es comprensible, pero también peligrosa. Pretender reemplazar al “arquitecto” cada vez que saca una viga podrida o una ventana rota es desconocer la naturaleza del proceso. No se puede reclamar por la apariencia de la casa mientras aún se trabaja en retirar el moho.
El país atraviesa una etapa de limpieza institucional. Es dura, es fea, y requiere esfuerzo colectivo. Es natural que en el camino se pierda la fe: en el proceso, en los líderes, incluso en la idea misma de reconstrucción. Sin embargo, rendirse ahora sería detener la obra antes de colocar los nuevos cimientos.
Ecuador necesita ciudadanos más resistentes, coherentes y pacientes. No se trata de una obediencia ciega al poder, sino de una madurez cívica que entienda que los procesos de cambio toman tiempo y sacrificio. Votamos por un liderazgo porque confiamos en su preparación; hoy, debemos sostener esa confianza en lugar de derrumbarla a mitad del camino.
Las críticas por la crisis en todas las áreas son legítimas, pero ningún gobierno puede “componer todo a la vez”. Noboa no puede construir sobre cimientos frágiles ni colocar techos nuevos mientras las goteras siguen abiertas. El desmantelamiento es necesario, aunque duela.
Estamos en obra negra.
Todavía se arranca el hongo que se impregnó durante una década en las paredes. Es un trabajo arduo, pero posible. La clave está en la perseverancia y en la fe en el proceso.
Ecuador puede convertirse en una casa aireada, firme y luminosa, donde todos —incluidos los pueblos históricamente olvidados— tengan un lugar en la mesa. Pero para llegar ahí, debemos soportar el ruido, el polvo y la incomodidad de la reconstrucción.
Hoy más que nunca, el país necesita ciudadanos comprometidos con la transformación, no con la queja. La renovación toma tiempo, pero vale la pena si al final amanece un Ecuador donde entre el sol, circule el aire y se respire libertad. (Tomado de Rades Sociales)

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