En un mundo hiperconectado, donde la información viaja a la velocidad de un clic, resulta paradójico que reine la desinformación. Pero no es un accidente: es el resultado de un sistema cuidadosamente diseñado en el que el periodismo, o más bien su versión degradada, se ha convertido en arma política al servicio de proyectos corruptos.
Lo que hoy llamamos narco-periodismo ya no responde a la misión de informar, sino a la lógica del negocio y del poder. Desde redacciones de medios tradicionales hasta cuentas anónimas en redes sociales, se despliega una maquinaria comunicacional financiada a través de fundaciones, ONGs y, en no pocos casos, con la venia de organismos internacionales como la ONU. La bandera es la defensa de los “derechos humanos” o la “democracia”, pero detrás hay financiamiento oscuro, intereses ideológicos y pactos con sectores que se benefician del caos.
La trampa de la sobreinformación superficial
El problema ya no es la censura, sino la saturación. En un escenario donde millones de noticias circulan al mismo tiempo, la mayoría de los ciudadanos se conforma con el titular, el tuit, el “led” de tres líneas. Nos hemos convertido en lectores breves, incapaces de profundizar. Y esa superficialidad es el terreno ideal para la manipulación: basta un titular sesgado, un video editado o una cifra descontextualizada para moldear percepciones masivas.
La narrativa, en este nuevo modelo, se reduce a un cheque. Quien paga, impone el discurso.
Troll centers: fábricas de opinión artificial
El troll center es la nueva sala de redacción. Una sola persona puede manejar más de diez mil cuentas falsas, compradas en planchas de chips y utilizadas para inundar redes con un mismo mensaje. El efecto es devastador: crean la ilusión de consenso, instalan etiquetas, destruyen reputaciones y fabrican “tendencias” que luego son replicadas por medios y analistas.
Detrás de estas operaciones se encuentran pseudoperiodistas que actúan como voceros de intereses políticos o criminales. La posverdad se impone, no porque la gente crea ciegamente, sino porque el ruido ahoga cualquier debate serio.
El periodismo en su propia trampa
Lo más grave es que el periodismo no necesitó ayuda externa para desprestigiarse. El derrumbe empezó el día en que confundió su labor con el activismo. Cuando los medios dejaron de narrar hechos para convertirse en militantes, abrieron la puerta a la pérdida de credibilidad. Hoy, el ciudadano común ya no distingue entre un reportaje y un panfleto, entre un periodista y un operador político.
Y aunque técnicamente las “opiniones” fabricadas por el troll centers ya no tienen el mismo peso en la credibilidad de las audiencias, sí cumplen un rol crucial: apuntalar medios inauténticos que se presentan como “independientes” mientras se financian con dinero público o privado de dudoso origen.
La verdadera batalla: verdad vs. posverdad
Lo que viene es atroz. Nos enfrentamos a una guerra asimétrica donde la verdad compite contra ejércitos de cuentas falsas, titulares manipulados y ONGs con doble agenda. Una lucha desigual en la que se invierten millones —a veces provenientes del narcotráfico o del propio Estado— para moldear la opinión pública.
El desafío no es menor: se trata de rescatar al periodismo de sus propias ruinas y devolverle credibilidad en medio de la tormenta. Porque sin periodismo real, sin investigación independiente, las democracias se convierten en espejismos y la sociedad queda a merced de quienes confunden información con propaganda.
El narco-periodismo es la evidencia más brutal de que la mentira ya no necesita esconderse. Ahora se disfraza de noticia, de activismo, de defensa de derechos. Y mientras tanto, la verdad pelea por sobrevivir en un océano de ruido pagado. Por: FERNANDO SALAZAR
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